La Nada (Parte 3 de 3)
La respuesta a la adivinanza planteada en "La Nada (Parte 2 de 3) es: un agujero.
Fijémonos en los agujeros. Un popular acertijo pregunta cuánta basura se encuentra en un agujero rectangular de 10 mts. de ancho por 15 mts. de largo y 5 mts. de profundidad. Aunque el agujero tiene todas las propiedades de un paralelepípedo rectangular (tiene vértices, aristas, caras de área bien definida, volumen, etc.) la respuesta es que en el agujero no hay basura alguna.
Los diversos huecos y orificios de nuestro cuerpo son especiales para nuestra salud, nuestra conciencia sensorial o nuestro placer. En Dorothy and the Wizard of Oz, el hombre trenzado, que vive en Monte Pirámide, en el interior de la tierra, le explica a Dorothy cómo llegó allí. Había sido fabricante de agujeros para quesos suizos, rosquillas, botones y cosas por el estilo. Un día decidió hacer acopio de gran cantidad de hoyos para postes, que fue apilando a tope, unos sobre otros. De esta forma hizo un profundo pozo vertical, donde accidentalmente se cayó.
La teoría matemática del rompecabezas de cubos deslizantes de Sam Loyd (15 cubos unitarios alojados en una caja plana de 4 por 4) resulta mucho más fácil de explicar suponiendo que el hueco es un cubito móvil. Algo semejante sucede cuando un átomo de oro se difunde a través del plomo. Burbujas de nada, vacías, desde tamaños moleculares hacia arriba, van a la deriva, giran, chocan y rebotan en el seno de los fluidos, de la misma forma que si fueran partículas sólidas. En los conductores las corrientes eléctricas se producen al empujarse unos a otros los electrones libres del metal; pero los huecos dejados por la migración de electrones pueden causar igual efecto, produciendo una «corriente de huecos», positiva, que circula en sentido opuesto a la de los electrones.
En el capítulo 11 de Tao Tê Ching, Lao–Tzu escribe:
Treinta radios comparten el cubo de una rueda;
mas sólo el agujero le da su utilidad.
Moldea una jarra con arcilla;
el hueco interior le da su utilidad.
Corta puertas y ventanas para la estancia;
sólo estos vanos le dan su utilidad.
Se obtiene pues beneficio de lo que hay;
la utilidad la da lo que no hay.
Osborne Reynolds, ingeniero inglés fallecido en 1912, inventó una elaborada teoría en la cual la materia está formada por micropartículas de nada desplazándose a través del éter, de igual manera que las burbujas se desplazan por el seno de un líquido. Los dos libros donde la expone, On an Inversion of Ideas as to the Structure of the Universe y The Sub–Mechanics of the Universe, ambos publicados por la Universidad de Cambrigde. Fueron los mismos tomados tan es serio, que W. W. Rouse Ball, en las ediciones iniciales de sus Matemáticas Recreativas y Ensayos, dijo de esta teoría ser «más plausible que la hipótesis del electrón». La idea de Reynolds no es tan absurda como puede parecer a primera vista. P. Dirac, en su famosa teoría que predijo la existencia de antipartículas, imaginaba al positrón (antielectrón) como un agujero en un continuo de carga negativa. Cuando un electrón y un positrón llegan a chocar, el electrón cae en el hueco del positrón, provocando así la aniquilación de ambas partículas.
La vieja idea de un «éter estancado» fue abandonada desde hace ya mucho tiempo por los físicos, pero su lugar no ha sido invadido por la Nada. El «nuevo éter» es el campo métrico responsable de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, y también, tal vez, de sus partículas. John Archibald Wheeler ha propuesto la existencia de un substrato, llamado superespacio, de infinitas dimensiones. De cuando en cuando alguna porción suya se retuerce y curva de tan peculiar manera que explosiona, creando un universo de tres dimensiones espaciales, variable con el tiempo, dotado de su propio sistema de leyes, y en cuyo interior el campo queda anudado en pequeños nódulos que nosotros llamamos «materia». A micronivel, las fluctuaciones cuánticas dotan al espacio de una estructura «espumosa», cuyos microporos contienen espacio provisto de características adicionales. Subsiste todavía una diferencia entre algo y nada, pero es una diferencia puramente geométrica, y no hay nada más allá de la geometría.
El espacio vacío se asemeja a una línea recta de curvatura cero. Curvemos la recta, añadamos pequeñas prominencias que la ondulen y ricen adelante y atrás, y tendremos un universo danzante de materia y energía. Más allá de los remotos confines de nuestro cosmos en expansión existen (tal vez) vastas regiones no penetradas todavía por la luz ni la gravitación. Más allá de aquellas regiones pudieran existir otros universos. ¿Podemos decir que estas regiones permanecen vacías, que nada contienen, o más bien hay que decir que aún se encuentran saturadas por una métrica de curvatura cero?
Parte de la respuesta a este interrogante, apareció en mayo de 2007, cuando se difundió una imagen obtenida por el telescopio espacial Hubble. El mismo envió la imagen de un anillo fantasmal de materia oscura, una especie de pegamento que evita que las galaxias se separen y se dispersen. Dicha imagen se forjó en el universo a 5.000 millones de años luz de la tierra. Los astrónomos la describieron como la primera prueba de la existencia de la materia oscura. Hasta ahora, la materia oscura se había detectado dispersa entre cuerpos celestes, pero ésta es la primera vez que se observa con una forma estructurada y específica que la diferencia del resto de material que forman los cúmulos. Esta es la mayor evidencia —dicen los astrónomos en un comunicado— de su existencia. La materia oscura impregna todo el espacio y se calcula que representa un 21% del cosmos y el resto lo integra el otro gran misterio de la ciencia: la energía oscura. Los datos obtenidos con el telescopio espacial Hubble, ayudarán a estudiar como se comporta esta sustancia entre la materia normal. Los investigadores han sospechado desde hace mucho tiempo de la existencia de una sustancia invisible —la materia oscura— que sería la fuente de una fuerza de gravedad adicional que mantiene los cúmulos de galaxias unidos. Aunque aún no se sabe de qué está hecha, los científicos mantienen la hipótesis de que se trata de algún tipo de partícula elemental.
Volviéndonos en el tiempo, los pensadores griegos y medievales polemizaron acerca de la diferencia entre ser y no ser, acerca de si hay un solo mundo o de si hay muchos, de si se puede decir con propiedad que «existe» un vacío perfecto, de si Dios creó el mundo a partir de la nada más pura, o de si primero creó un substrato de materia, lo que San Agustín llamó prope nihil, o sea, cercano a la nada. Exactamente las mismas cuestiones fueron y son debatidas por los filósofos y teólogos de las culturas orientales. Cuando el dios, o los dioses, de alguna religión oriental crearon al mundo a partir de un gran Vacío; ¿dotaron de forma a la nada, o a algo que era casi la nada? Estas cuestiones pueden hoy parecernos peregrinas, o bizantinismos del pasado; pero cambiando un poco la terminología resultan equivalentes a modernas controversias.
Las artes nos proveen de una colección interminable de ejemplos —algunos en broma, otros en serio— donde la nada es admirada como un algo. En 1951, un conocido pintor abstracto, Ad Reinhardt (fallecido en 1967), empezó a pintar lienzos completamente azules, o completamente rojos. Algunos años después dio el paso definitivo: negro. Si bien esto parece un relato Dolinesco, sucedió realmente y sus cuadros, íntegramente negros, cuadrados, de metro y medio por metro y medio, fueron exhibidos en algunas de las principales galerías de Nueva York, París, Los Ángeles y Londres. Aunque un crítico lo tachó de charlatán, otros críticos más eminentes se expresaron admirativamente acerca de la pintura negra de Reinhardt. De «manifestación definitiva de la pureza estética» fue como Kramer enjuició una exposición de las pinturas negras en la Galería de la Paz, en octubre de 1976.
En 1965 Reinhardt tenía tres exposiciones simultáneas en otras tantas galerías de máximo prestigio de Manhattan: una de negros integrales, otra de rojos y otra de azules. Los precios iban desde los 1.500 a los 12.000 dólares.
Siendo la negrura la ausencia de luz, los cuadros de Reinhardt se acercan tanto cuanto es posible a retratos de la nada; mucho más, ciertamente, que los completamente blancos de Robert Rauschenberg y otros. Una caricatura en The New Yorker (23 de septiembre de 1944), mostraba a dos señoras en una exposición, de pie ante un lienzo completamente blanco, leyendo del programa de mano: «Durante su etapa de Barcelona, el artista quedó prendado de las potencialidades inherentes al espacio virgen. Con valor nacido del respeto más profundo hacia el enigma de lo imponderable, produjo durante ese tiempo una serie de lienzos en los que únicamente existe una extensión de grávida blancura».
Hasta la fecha, no se tiene noticia de ninguna obra de «escultura minimal» que se reduzca al mínimo absoluto de la nada, aunque no pierdo la esperanza de leer cualquiera de estos días que un gran museo ha adquirido alguna de estas obras al precio de muchos miles de euros. En 1950 se entregó un premio anual en una reunión celebrada en San Francisco. Dicha condecoración consistía en un enanito invisible puesto en pie sobre una placa de metal inserta en un pedestal de nogal pulido. Esta recompensa no era exactamente la nada, porque en la placa de metal se veían en negro dos huellas de zapato, haciendo ver que el hombrecillo se encontraba verdaderamente allí.
Ha habido muchas obras teatrales donde personajes importantes nada dicen. ¿Quizá ha llegado alguien a producir alguna obra teatral o algún filme que consista de principio a fin en un escenario vacío o en una pantalla en blanco? Algunos de los filmes tempranos de Andy Warhol se acercan a ello, y no sorprendería saber que el caso límite fue alcanzado ya por alguno de los primeros autores de vanguardia.
Una pieza para piano de John Cage, titulada 4' 33", pide ejecutar cuatro minutos y treintaitrés segundos de silencio total, durante los cuales el intérprete permanece hierático y helado en su taburete. La duración del silencio, 273 segundos, corresponde explica Cage, a la temperatura del cero absoluto, –273 grados centígrados, temperatura a la cual todo movimiento molecular llegaría a detenerse suavemente. Yo no he oído la ejecución de 4' 33", pero algunos críticos afirman que es la más excelente de las composiciones de Cage. No sé a ciencia cierta si esto es un elogio u otra cosa.
Hay muchos ejemplos notables de nada en letra impresa: los capítulos 18 y 19 de Tristam Shandy se cuentan entre ellos. El Ensayo sobre el Silencio de Elbert Hubbard, que tan sólo contiene páginas en blanco, fue encuadernado en gamuza marrón y estampado en oro. Recuerdo hace tiempo, en la librería Anello, el dueño de la misma, Don Felipe, acercaba a mi consideración un pequeño libro titulado Los pensamientos más profundos de Carlos Saúl Menem, donde en la tapa aparecía el “agraciado” rostro del presidente por aquel entonces, pero luego constaba de páginas totalmente en blanco. Otro famoso libro del mismo estilo llevaba por título: Lo que sé sobre las mujeres. Y también un folleto de los protestantes fundamentalistas llamado ¿Qué es preciso hacer para perderse?, que consistía en 16 páginas en blanco.
El conjunto vacío ha sido desde siempre tema favorito de los compositores de canciones: «No tengo a nadie», «Nadie me quiere», «Tengo las manos llenas de nada», «Nadie miente cuando dicen que lloro por ti», «No hay ninguna dulce chica que valga la sal de mis lágrimas»… Hay centenares de ejemplos así.
Pueden darse sucesos donde la nada sea tan sorprendente como un trueno. Se cuenta el caso de un farero que tenía que dormir justamente debajo de una bocina antiniebla que atronaba puntualmente cada diez minutos. Una noche, a las 3.20 de la madrugada, el mecanismo de la sirena se averió, y el pobre hombre saltó sobresaltado de la cama gritando: «¿Qué ha pasado?». Como travesura, todos los miembros de una gran orquesta dejaron súbitamente de tocar a mitad de un pasaje fortísimo de una estridente sinfonía, provocando que el director se cayese del podio. Una tarde, en una zona rural donde el viento soplaba continuamente, se produjo de súbito un intervalo de recalmón. Todos los pollos y gallinas cayeron tumbados al suelo. El servicio meteorológico japonés proporciona también los avisos de «viento en calma» porque la falta de viento puede ser causa de contaminación ambiental peligrosa.
En más de una oportunidad me he visto tentado de ofrecerles a los artistas de un “pub” la pieza pianística de John Cage, sobre todo cuando se torna imposible el diálogo en medio del bullicio. Me comentaron que en Bs. As., un café dispone de una fonola, que ofrece por unas pocas monedas, la posibilidad de tres minutos sin música. Lo cual es muy loable, dado que es entendible que alguien desee un momento de paz.
«Al principio», dice Morris, «el verdadero silencio tiene algo de incómodo, de ominoso, casi atemorizante… Nos sobresalta el volumen aparente de los sonidos ordinarios… Gradualmente, nuestros oídos se van acomodando a la delicada urdimbre de sonidos, inaudibles en cualquier otro lugar, que George Eliot describió como el estruendo que yace al otro lado del silencio». Morris proporciona una lista de los escasos lugares silenciosos del globo terráqueo adonde todavía es posible huir y refugiarse no sólo de la musicacha, sino también de toda la polución auditiva que es el subproducto de la tecnología moderna.
Todos los anteriores son ejemplos de pequeños reductos donde se manifiesta la carencia o ausencia de algo. ¿Qué decir acerca de la monstruosa dicotomía entre todo lo que es —cada una de las cosas que existen— y la nada? Desde los tiempos más lejanos, los pensadores más eminentes han meditado acerca de esta radical escisión. Parece inverosímil que el universo vaya a desaparecer; en cambio, el hecho de que nosotros pronto desapareceremos resulta bastante verídico. El temor de la muerte se entrevera con el temor del eterno sufrimiento; conforme la idea del infierno ha ido perdiendo fuerza, el temor hacia él ha sido sustituido por lo que Sören Kierkegaard llamaba «angustia» o «espanto» de convertirse en nada.
Lo cual nos conduce abruptamente a la que Paul Edwards ha llamado «cuestión superdefinitiva». «¿Por qué», se preguntaban Leibniz, Schelling, Schopenhauer y cientos de otros filósofos, «ha de existir algo en lugar de la nada?».
Se trata evidentemente, de una pregunta curiosa, una pregunta que en nada se parece a otra. Gran número de personas, tal vez la mayoría, dejan pasar sus vidas sin jamás planteársela. Y si alguien se la formula, seguramente no consigan comprenderla y sospechen que su interlocutor tiene algún tornillo flojo. Entre quienes la comprenden las respuestas son variadas. Los pensadores con mentalidad más o menos mística, entre ellos Martin Heidegger, consideran que es la más profunda y fundamental de todas las cuestiones metafísicas, y miran con desdén a todo filósofo que no se sienta igualmente conturbado por ella. Los filósofos de mentalidad más positiva y pragmática consideran que la cuestión es trivial. Puesto que todos ellos están de acuerdo en que no hay forma de responderla, ni empírica (por la sola práctica) ni racionalmente, se trata para ellos de una cuestión sin contenido cognitivo, tan carente de significado como preguntar si el número 2 es verde o rojo. Tanto es así, que un famoso artículo de Rudolf Carnal dedicado a examinar el significado de las preguntas resuma desdén hacia un pasaje donde Heidegger pontifica acerca del ser y la nada. Nuestro Padre de la Patria filosofó acerca de este tema cuando sostuvo: “Serás lo que debes Ser, sino no serás Nada”.
Un tercer grupo de filosófos, entre quienes se cuenta Milton K. Munitz, autor de un libro completo sobre el tema, El Misterio de la Existencia, considera que la cuestión sí es significativa, aunque su significación radica únicamente en nuestra incapacidad para responderla. Puede que tenga respuesta, o no, aduce Munitz, pero en cualquier caso la respuesta cae completamente fuera del ámbito científico o filosófico.
Sea cual fuere su metafísica, quienes más se han interrogado y cavilado acerca de la cuestión superdefinitiva han dejado elocuente testimonio de esos inesperados instantes, por fortuna de efímera vida, en que uno se ve repentinamente atrapado por una agobiante consciencia del misterio supremo de por qué algo es. Esa es la aterradora emoción que late en el corazón de La náusea, la novela filosófica de Jean Paul Sartre. Su pelirrojo protagonista, Antoine Roquentin, está obsesionado por el misterio superúltimo. «Un círculo no es absurdo», reflexiona el personaje de Sartre. «Está claramente explicado por el giro de un segmento rectilíneo en torno a uno de sus extremos. Pero tampoco un círculo existe.» Las cosas que sí existen, como las piedras, y los árboles, y él mismo, existen sin razón alguna. Están ahí, voluminosas, obscenas, gelatinosas, incapaces de no existir. Cuando este estado de ánimo gravita sobre él, Roquentin lo llama «la náusea». Antes, William James lo había descrito como «vértigo de la admiración ontológica». Los días, monótonos, vienen y van, todas las ciudades parecen iguales, nada sucede que signifique nada.
Gilberto Keith Chesterton puede servirnos como ejemplo de los teístas que, desconcertados por lo absurdo del ser, reacciona de manera opuesta. No es que cargando a Dios con la responsabilidad de la existencia del mundo quede respondida la cuestión superdefinitiva, ¡lejos de ello! Inmediatamente se pregunta uno por qué existe Dios y no la nada. Pero aunque este reverente temor en nada quede mermado al colgar el universo de un perchero metafísico, al descargar en él nuestro fardo pueden suscitarse sentimientos de gratitud y esperanza que alivien nuestra ansiedad. La novela existencial de Chesterton, Manalive, es complemento excelente de La náusea de Sartre. Su protagonista, Innocent Smith, está tan alborotado por el privilegio de existir que va por ahí inventando antojadizas formas de meterse en la cabeza que él y el mundo no son la nada.
Ya que P. L. Heath tuvo la primera palabra en este ensayo, sea también quien diga la última. «Si no existiera nada en absoluto», escribe Heath al final de su artículo sobre el tema «Nada» en la Enciclopedia de Filosofía, «no habría problema y tampoco solución, e incluso las ansiedades de los filósofos existencialistas yacerían permanentemente en eterno descanso. Puesto que no lo están, no hay, evidentemente que preocuparse de nada. Este argumento debería bastar ya para devolver la felicidad a los existencialistas. A menos que la solución sea, como ya han sospechado algunos, que no es la nada lo que ha estado atormentándoles, sino que ellos han sido quienes han estado acosándola e importunándola».
Fuentes consultadas:
- “Elementos de Metafísica” de Leonardo Castellani, capítulos 7,8 y 9
- “Nuevo curso de Lógica y Filosofía” de Guillermo A. Obiols
- “La sabiduría de Occidente” de Bertrand Russell
- “Historia de la Filosofía Occidental” de Bertrand Russell
- “Aprender a razonar” de Fina Pizarro
- “Introducción a la Lógica y al Método Científico” de Irving Copi
- “El discurso del Método” de Descartes
- “Oom” de Martin Gardner, en La Jornada de Ciencia Ficción, otoño de 1951
- “The Annotated Snack” (Las Anotaciones de Snack) de Martin Gardner
- “Nothing” (Nada) P. L. Heath en la Enciclopedia de Filosofía. Macmillan-Free Press, 1967
- “Why” (¿Por qué?) Paul Edwards en la Enciclopedia de Filosofía. Macmillan-Free Press, 1967
- “All Numbers Great and Small” (Todos los números, grandes y pequeños) J. H. Conway. Universidad de Calgary, Recreación Matemática, trabajo N° 149, feb. 1972
- “Surreal Numbers” (Números surreales) de Donald E. Knuth. Addison-Wesley, 1974
- “On Numbers and Games” (Sobre números y juegos) de J. H. Conway. Academic Press, 1976
- “La náusea” Novela filosófica de Jean Paul Sastre
- “Manalive” Novela existencial de Gilberto Keith Chesterton
Los diversos huecos y orificios de nuestro cuerpo son especiales para nuestra salud, nuestra conciencia sensorial o nuestro placer. En Dorothy and the Wizard of Oz, el hombre trenzado, que vive en Monte Pirámide, en el interior de la tierra, le explica a Dorothy cómo llegó allí. Había sido fabricante de agujeros para quesos suizos, rosquillas, botones y cosas por el estilo. Un día decidió hacer acopio de gran cantidad de hoyos para postes, que fue apilando a tope, unos sobre otros. De esta forma hizo un profundo pozo vertical, donde accidentalmente se cayó.
La teoría matemática del rompecabezas de cubos deslizantes de Sam Loyd (15 cubos unitarios alojados en una caja plana de 4 por 4) resulta mucho más fácil de explicar suponiendo que el hueco es un cubito móvil. Algo semejante sucede cuando un átomo de oro se difunde a través del plomo. Burbujas de nada, vacías, desde tamaños moleculares hacia arriba, van a la deriva, giran, chocan y rebotan en el seno de los fluidos, de la misma forma que si fueran partículas sólidas. En los conductores las corrientes eléctricas se producen al empujarse unos a otros los electrones libres del metal; pero los huecos dejados por la migración de electrones pueden causar igual efecto, produciendo una «corriente de huecos», positiva, que circula en sentido opuesto a la de los electrones.
En el capítulo 11 de Tao Tê Ching, Lao–Tzu escribe:
Treinta radios comparten el cubo de una rueda;
mas sólo el agujero le da su utilidad.
Moldea una jarra con arcilla;
el hueco interior le da su utilidad.
Corta puertas y ventanas para la estancia;
sólo estos vanos le dan su utilidad.
Se obtiene pues beneficio de lo que hay;
la utilidad la da lo que no hay.
Osborne Reynolds, ingeniero inglés fallecido en 1912, inventó una elaborada teoría en la cual la materia está formada por micropartículas de nada desplazándose a través del éter, de igual manera que las burbujas se desplazan por el seno de un líquido. Los dos libros donde la expone, On an Inversion of Ideas as to the Structure of the Universe y The Sub–Mechanics of the Universe, ambos publicados por la Universidad de Cambrigde. Fueron los mismos tomados tan es serio, que W. W. Rouse Ball, en las ediciones iniciales de sus Matemáticas Recreativas y Ensayos, dijo de esta teoría ser «más plausible que la hipótesis del electrón». La idea de Reynolds no es tan absurda como puede parecer a primera vista. P. Dirac, en su famosa teoría que predijo la existencia de antipartículas, imaginaba al positrón (antielectrón) como un agujero en un continuo de carga negativa. Cuando un electrón y un positrón llegan a chocar, el electrón cae en el hueco del positrón, provocando así la aniquilación de ambas partículas.
La vieja idea de un «éter estancado» fue abandonada desde hace ya mucho tiempo por los físicos, pero su lugar no ha sido invadido por la Nada. El «nuevo éter» es el campo métrico responsable de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, y también, tal vez, de sus partículas. John Archibald Wheeler ha propuesto la existencia de un substrato, llamado superespacio, de infinitas dimensiones. De cuando en cuando alguna porción suya se retuerce y curva de tan peculiar manera que explosiona, creando un universo de tres dimensiones espaciales, variable con el tiempo, dotado de su propio sistema de leyes, y en cuyo interior el campo queda anudado en pequeños nódulos que nosotros llamamos «materia». A micronivel, las fluctuaciones cuánticas dotan al espacio de una estructura «espumosa», cuyos microporos contienen espacio provisto de características adicionales. Subsiste todavía una diferencia entre algo y nada, pero es una diferencia puramente geométrica, y no hay nada más allá de la geometría.
El espacio vacío se asemeja a una línea recta de curvatura cero. Curvemos la recta, añadamos pequeñas prominencias que la ondulen y ricen adelante y atrás, y tendremos un universo danzante de materia y energía. Más allá de los remotos confines de nuestro cosmos en expansión existen (tal vez) vastas regiones no penetradas todavía por la luz ni la gravitación. Más allá de aquellas regiones pudieran existir otros universos. ¿Podemos decir que estas regiones permanecen vacías, que nada contienen, o más bien hay que decir que aún se encuentran saturadas por una métrica de curvatura cero?
Parte de la respuesta a este interrogante, apareció en mayo de 2007, cuando se difundió una imagen obtenida por el telescopio espacial Hubble. El mismo envió la imagen de un anillo fantasmal de materia oscura, una especie de pegamento que evita que las galaxias se separen y se dispersen. Dicha imagen se forjó en el universo a 5.000 millones de años luz de la tierra. Los astrónomos la describieron como la primera prueba de la existencia de la materia oscura. Hasta ahora, la materia oscura se había detectado dispersa entre cuerpos celestes, pero ésta es la primera vez que se observa con una forma estructurada y específica que la diferencia del resto de material que forman los cúmulos. Esta es la mayor evidencia —dicen los astrónomos en un comunicado— de su existencia. La materia oscura impregna todo el espacio y se calcula que representa un 21% del cosmos y el resto lo integra el otro gran misterio de la ciencia: la energía oscura. Los datos obtenidos con el telescopio espacial Hubble, ayudarán a estudiar como se comporta esta sustancia entre la materia normal. Los investigadores han sospechado desde hace mucho tiempo de la existencia de una sustancia invisible —la materia oscura— que sería la fuente de una fuerza de gravedad adicional que mantiene los cúmulos de galaxias unidos. Aunque aún no se sabe de qué está hecha, los científicos mantienen la hipótesis de que se trata de algún tipo de partícula elemental.
Volviéndonos en el tiempo, los pensadores griegos y medievales polemizaron acerca de la diferencia entre ser y no ser, acerca de si hay un solo mundo o de si hay muchos, de si se puede decir con propiedad que «existe» un vacío perfecto, de si Dios creó el mundo a partir de la nada más pura, o de si primero creó un substrato de materia, lo que San Agustín llamó prope nihil, o sea, cercano a la nada. Exactamente las mismas cuestiones fueron y son debatidas por los filósofos y teólogos de las culturas orientales. Cuando el dios, o los dioses, de alguna religión oriental crearon al mundo a partir de un gran Vacío; ¿dotaron de forma a la nada, o a algo que era casi la nada? Estas cuestiones pueden hoy parecernos peregrinas, o bizantinismos del pasado; pero cambiando un poco la terminología resultan equivalentes a modernas controversias.
Las artes nos proveen de una colección interminable de ejemplos —algunos en broma, otros en serio— donde la nada es admirada como un algo. En 1951, un conocido pintor abstracto, Ad Reinhardt (fallecido en 1967), empezó a pintar lienzos completamente azules, o completamente rojos. Algunos años después dio el paso definitivo: negro. Si bien esto parece un relato Dolinesco, sucedió realmente y sus cuadros, íntegramente negros, cuadrados, de metro y medio por metro y medio, fueron exhibidos en algunas de las principales galerías de Nueva York, París, Los Ángeles y Londres. Aunque un crítico lo tachó de charlatán, otros críticos más eminentes se expresaron admirativamente acerca de la pintura negra de Reinhardt. De «manifestación definitiva de la pureza estética» fue como Kramer enjuició una exposición de las pinturas negras en la Galería de la Paz, en octubre de 1976.
En 1965 Reinhardt tenía tres exposiciones simultáneas en otras tantas galerías de máximo prestigio de Manhattan: una de negros integrales, otra de rojos y otra de azules. Los precios iban desde los 1.500 a los 12.000 dólares.
Siendo la negrura la ausencia de luz, los cuadros de Reinhardt se acercan tanto cuanto es posible a retratos de la nada; mucho más, ciertamente, que los completamente blancos de Robert Rauschenberg y otros. Una caricatura en The New Yorker (23 de septiembre de 1944), mostraba a dos señoras en una exposición, de pie ante un lienzo completamente blanco, leyendo del programa de mano: «Durante su etapa de Barcelona, el artista quedó prendado de las potencialidades inherentes al espacio virgen. Con valor nacido del respeto más profundo hacia el enigma de lo imponderable, produjo durante ese tiempo una serie de lienzos en los que únicamente existe una extensión de grávida blancura».
Hasta la fecha, no se tiene noticia de ninguna obra de «escultura minimal» que se reduzca al mínimo absoluto de la nada, aunque no pierdo la esperanza de leer cualquiera de estos días que un gran museo ha adquirido alguna de estas obras al precio de muchos miles de euros. En 1950 se entregó un premio anual en una reunión celebrada en San Francisco. Dicha condecoración consistía en un enanito invisible puesto en pie sobre una placa de metal inserta en un pedestal de nogal pulido. Esta recompensa no era exactamente la nada, porque en la placa de metal se veían en negro dos huellas de zapato, haciendo ver que el hombrecillo se encontraba verdaderamente allí.
Ha habido muchas obras teatrales donde personajes importantes nada dicen. ¿Quizá ha llegado alguien a producir alguna obra teatral o algún filme que consista de principio a fin en un escenario vacío o en una pantalla en blanco? Algunos de los filmes tempranos de Andy Warhol se acercan a ello, y no sorprendería saber que el caso límite fue alcanzado ya por alguno de los primeros autores de vanguardia.
Una pieza para piano de John Cage, titulada 4' 33", pide ejecutar cuatro minutos y treintaitrés segundos de silencio total, durante los cuales el intérprete permanece hierático y helado en su taburete. La duración del silencio, 273 segundos, corresponde explica Cage, a la temperatura del cero absoluto, –273 grados centígrados, temperatura a la cual todo movimiento molecular llegaría a detenerse suavemente. Yo no he oído la ejecución de 4' 33", pero algunos críticos afirman que es la más excelente de las composiciones de Cage. No sé a ciencia cierta si esto es un elogio u otra cosa.
Hay muchos ejemplos notables de nada en letra impresa: los capítulos 18 y 19 de Tristam Shandy se cuentan entre ellos. El Ensayo sobre el Silencio de Elbert Hubbard, que tan sólo contiene páginas en blanco, fue encuadernado en gamuza marrón y estampado en oro. Recuerdo hace tiempo, en la librería Anello, el dueño de la misma, Don Felipe, acercaba a mi consideración un pequeño libro titulado Los pensamientos más profundos de Carlos Saúl Menem, donde en la tapa aparecía el “agraciado” rostro del presidente por aquel entonces, pero luego constaba de páginas totalmente en blanco. Otro famoso libro del mismo estilo llevaba por título: Lo que sé sobre las mujeres. Y también un folleto de los protestantes fundamentalistas llamado ¿Qué es preciso hacer para perderse?, que consistía en 16 páginas en blanco.
El conjunto vacío ha sido desde siempre tema favorito de los compositores de canciones: «No tengo a nadie», «Nadie me quiere», «Tengo las manos llenas de nada», «Nadie miente cuando dicen que lloro por ti», «No hay ninguna dulce chica que valga la sal de mis lágrimas»… Hay centenares de ejemplos así.
Pueden darse sucesos donde la nada sea tan sorprendente como un trueno. Se cuenta el caso de un farero que tenía que dormir justamente debajo de una bocina antiniebla que atronaba puntualmente cada diez minutos. Una noche, a las 3.20 de la madrugada, el mecanismo de la sirena se averió, y el pobre hombre saltó sobresaltado de la cama gritando: «¿Qué ha pasado?». Como travesura, todos los miembros de una gran orquesta dejaron súbitamente de tocar a mitad de un pasaje fortísimo de una estridente sinfonía, provocando que el director se cayese del podio. Una tarde, en una zona rural donde el viento soplaba continuamente, se produjo de súbito un intervalo de recalmón. Todos los pollos y gallinas cayeron tumbados al suelo. El servicio meteorológico japonés proporciona también los avisos de «viento en calma» porque la falta de viento puede ser causa de contaminación ambiental peligrosa.
En más de una oportunidad me he visto tentado de ofrecerles a los artistas de un “pub” la pieza pianística de John Cage, sobre todo cuando se torna imposible el diálogo en medio del bullicio. Me comentaron que en Bs. As., un café dispone de una fonola, que ofrece por unas pocas monedas, la posibilidad de tres minutos sin música. Lo cual es muy loable, dado que es entendible que alguien desee un momento de paz.
«Al principio», dice Morris, «el verdadero silencio tiene algo de incómodo, de ominoso, casi atemorizante… Nos sobresalta el volumen aparente de los sonidos ordinarios… Gradualmente, nuestros oídos se van acomodando a la delicada urdimbre de sonidos, inaudibles en cualquier otro lugar, que George Eliot describió como el estruendo que yace al otro lado del silencio». Morris proporciona una lista de los escasos lugares silenciosos del globo terráqueo adonde todavía es posible huir y refugiarse no sólo de la musicacha, sino también de toda la polución auditiva que es el subproducto de la tecnología moderna.
Todos los anteriores son ejemplos de pequeños reductos donde se manifiesta la carencia o ausencia de algo. ¿Qué decir acerca de la monstruosa dicotomía entre todo lo que es —cada una de las cosas que existen— y la nada? Desde los tiempos más lejanos, los pensadores más eminentes han meditado acerca de esta radical escisión. Parece inverosímil que el universo vaya a desaparecer; en cambio, el hecho de que nosotros pronto desapareceremos resulta bastante verídico. El temor de la muerte se entrevera con el temor del eterno sufrimiento; conforme la idea del infierno ha ido perdiendo fuerza, el temor hacia él ha sido sustituido por lo que Sören Kierkegaard llamaba «angustia» o «espanto» de convertirse en nada.
Lo cual nos conduce abruptamente a la que Paul Edwards ha llamado «cuestión superdefinitiva». «¿Por qué», se preguntaban Leibniz, Schelling, Schopenhauer y cientos de otros filósofos, «ha de existir algo en lugar de la nada?».
Se trata evidentemente, de una pregunta curiosa, una pregunta que en nada se parece a otra. Gran número de personas, tal vez la mayoría, dejan pasar sus vidas sin jamás planteársela. Y si alguien se la formula, seguramente no consigan comprenderla y sospechen que su interlocutor tiene algún tornillo flojo. Entre quienes la comprenden las respuestas son variadas. Los pensadores con mentalidad más o menos mística, entre ellos Martin Heidegger, consideran que es la más profunda y fundamental de todas las cuestiones metafísicas, y miran con desdén a todo filósofo que no se sienta igualmente conturbado por ella. Los filósofos de mentalidad más positiva y pragmática consideran que la cuestión es trivial. Puesto que todos ellos están de acuerdo en que no hay forma de responderla, ni empírica (por la sola práctica) ni racionalmente, se trata para ellos de una cuestión sin contenido cognitivo, tan carente de significado como preguntar si el número 2 es verde o rojo. Tanto es así, que un famoso artículo de Rudolf Carnal dedicado a examinar el significado de las preguntas resuma desdén hacia un pasaje donde Heidegger pontifica acerca del ser y la nada. Nuestro Padre de la Patria filosofó acerca de este tema cuando sostuvo: “Serás lo que debes Ser, sino no serás Nada”.
Un tercer grupo de filosófos, entre quienes se cuenta Milton K. Munitz, autor de un libro completo sobre el tema, El Misterio de la Existencia, considera que la cuestión sí es significativa, aunque su significación radica únicamente en nuestra incapacidad para responderla. Puede que tenga respuesta, o no, aduce Munitz, pero en cualquier caso la respuesta cae completamente fuera del ámbito científico o filosófico.
Sea cual fuere su metafísica, quienes más se han interrogado y cavilado acerca de la cuestión superdefinitiva han dejado elocuente testimonio de esos inesperados instantes, por fortuna de efímera vida, en que uno se ve repentinamente atrapado por una agobiante consciencia del misterio supremo de por qué algo es. Esa es la aterradora emoción que late en el corazón de La náusea, la novela filosófica de Jean Paul Sartre. Su pelirrojo protagonista, Antoine Roquentin, está obsesionado por el misterio superúltimo. «Un círculo no es absurdo», reflexiona el personaje de Sartre. «Está claramente explicado por el giro de un segmento rectilíneo en torno a uno de sus extremos. Pero tampoco un círculo existe.» Las cosas que sí existen, como las piedras, y los árboles, y él mismo, existen sin razón alguna. Están ahí, voluminosas, obscenas, gelatinosas, incapaces de no existir. Cuando este estado de ánimo gravita sobre él, Roquentin lo llama «la náusea». Antes, William James lo había descrito como «vértigo de la admiración ontológica». Los días, monótonos, vienen y van, todas las ciudades parecen iguales, nada sucede que signifique nada.
Gilberto Keith Chesterton puede servirnos como ejemplo de los teístas que, desconcertados por lo absurdo del ser, reacciona de manera opuesta. No es que cargando a Dios con la responsabilidad de la existencia del mundo quede respondida la cuestión superdefinitiva, ¡lejos de ello! Inmediatamente se pregunta uno por qué existe Dios y no la nada. Pero aunque este reverente temor en nada quede mermado al colgar el universo de un perchero metafísico, al descargar en él nuestro fardo pueden suscitarse sentimientos de gratitud y esperanza que alivien nuestra ansiedad. La novela existencial de Chesterton, Manalive, es complemento excelente de La náusea de Sartre. Su protagonista, Innocent Smith, está tan alborotado por el privilegio de existir que va por ahí inventando antojadizas formas de meterse en la cabeza que él y el mundo no son la nada.
Ya que P. L. Heath tuvo la primera palabra en este ensayo, sea también quien diga la última. «Si no existiera nada en absoluto», escribe Heath al final de su artículo sobre el tema «Nada» en la Enciclopedia de Filosofía, «no habría problema y tampoco solución, e incluso las ansiedades de los filósofos existencialistas yacerían permanentemente en eterno descanso. Puesto que no lo están, no hay, evidentemente que preocuparse de nada. Este argumento debería bastar ya para devolver la felicidad a los existencialistas. A menos que la solución sea, como ya han sospechado algunos, que no es la nada lo que ha estado atormentándoles, sino que ellos han sido quienes han estado acosándola e importunándola».
Fuentes consultadas:
- “Elementos de Metafísica” de Leonardo Castellani, capítulos 7,8 y 9
- “Nuevo curso de Lógica y Filosofía” de Guillermo A. Obiols
- “La sabiduría de Occidente” de Bertrand Russell
- “Historia de la Filosofía Occidental” de Bertrand Russell
- “Aprender a razonar” de Fina Pizarro
- “Introducción a la Lógica y al Método Científico” de Irving Copi
- “El discurso del Método” de Descartes
- “Oom” de Martin Gardner, en La Jornada de Ciencia Ficción, otoño de 1951
- “The Annotated Snack” (Las Anotaciones de Snack) de Martin Gardner
- “Nothing” (Nada) P. L. Heath en la Enciclopedia de Filosofía. Macmillan-Free Press, 1967
- “Why” (¿Por qué?) Paul Edwards en la Enciclopedia de Filosofía. Macmillan-Free Press, 1967
- “All Numbers Great and Small” (Todos los números, grandes y pequeños) J. H. Conway. Universidad de Calgary, Recreación Matemática, trabajo N° 149, feb. 1972
- “Surreal Numbers” (Números surreales) de Donald E. Knuth. Addison-Wesley, 1974
- “On Numbers and Games” (Sobre números y juegos) de J. H. Conway. Academic Press, 1976
- “La náusea” Novela filosófica de Jean Paul Sastre
- “Manalive” Novela existencial de Gilberto Keith Chesterton
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